sábado, 15 de junio de 2013

Entraré en Granada


Si altas son las torres, el valor es alto.
Venid por montañas, por mares y campos.
Entraré en Granada

No existe una lengua que sea capaz de expresar lo que siente uno por esta ciudad. Estoy convencida que ha dejado huella en absolutamente todos viajeros que pasaron por sus calles algún día, y esta huella es como una cicatriz , es para siempre.

WashingtonIrwing intentó hablar de los encantos de esta ciudad en inglés, Lorca cantó su magia en castellano, algunos hablaron de ella en ruso, otros tantos susurraron su nombre en francés; pero no encuentro una manera de vestir de palabras,  ni siquiera de palabras que una vez salieron de la pluma o la boca de los más grandes de la Historia, lo que siento por ella yo.

Creo que hay cosas que no cansaría de contemplar jamás en la vida. La sonrisa de mi madre, los ojos de mi abuela, la luz traspasar la lámpara de cristal que cuelga del techo en mi casa, el mar (en cualquier hora del día y estación del año), las casas blancas de Albaicín, el empedrado del laberinto de sus calles, los jazmines colgando desde arriba...

No se sabe nunca qué encontrará uno al doblar esta esquina, al bajar esta escalera, al subir esta cuesta, al seguir este olor a jazmin o a porros. Nunca dejarán de sorprenderle al pobre viajero las vistas que abre en sus miradores,  la que había sido Medina Elvira, después  Garnata, y hoy suena el trueno primaveral en su nombre: Granada.

 Le digo pobre al viajero, porque ya está bajo su hechizo, pero aún no lo sabe. Ya le está envenenando esta bruja mora y cristiana, gitana y hebrea, y no tendrá piedad. Aún deseo perderme en las callejuelas de Albaicín, tocar sus paredes blancas y sentir sus latidos.  No estoy loca, sé que laten, sé que viven, ¡lo sé! Aún deseo volver a aquellas tardes, cuando ya oscurece, y de la nada surge la magia de la intimidad en la que estamos a solas esta calle y yo, su olor y el mío, el tacto aspero de su pared y mi mano tímida.  Y si la felicidad no existe, si es la ilusión más grande de los seres humanos, quiero ilusionarme aquí mismo, perdida en Albaicín, y llorar de ilusión, respirando Granada.

Puede que tenga tanta luz por los cipreses. Cuando uno la mira desde arriba, ve las candelas perennes estrechar sus llamas verdes (verde que te quiero verde...) hasta el cielo turquesa despejado, eterno, inmenso,  hasta podría jurar que uno siente que casi puede volar a  las cimas de los cipreses. Hay tantos perdidos en sus patios, sus cuestas, sus parques, plazas, avenidas... Adornados por las cadenas de lucecillas ambarinas, callados la alumbran. La guardan.


Por más tiempo que llevo lejos de ella más la añoro, más la echo en falta, más me enamoro de ella. Y después dirán que ojos que no ven, corazón que no siente... Rezo día y noche que Dios, el destino, mi camino, lo que sea,   vuelva a ponerme en la Avenida de Constitución, ante mi casa  en Fray Leopoldo;  y cuando en mis sueños me imagino mirar desde afuera el balcón desde el cual contemplada las cimas canosas de la Sierra y la lejana Torre de la Vela, me pongo a llorar, mi corazón se hace muy pequeño, tamaño de garbanzo, y me cuesta respirar.

Rezo que pronto, muy pronto,  la vida me deje volver a ver el Arco de Elvida, la Plaza de Triunfo, las placetas del centro, la Catedral; oír las campanas del Monasterio de San Jeronimo, el runrún de ruedas de los estudiantes pasar por la calle,  camino a la estación de trenes. Tanto añoro volver a pasar por la Gran Vía de Colón, Reyes Católicos, Recogidas con sus tiendas, ir a dónde carretera del Darro y ver de cerca pero sin entrar todavía la Alhambra, el corazón de mi amada Granada, y  contemplar la misteriosa Casa de las Muñecas. Me prometió Santi encotrar alguna historia de la misma, y todavía espero conocerla. Dicen que antes fue un prostíbulo... ¿Quién sabe? No conocí el Paseo de los Tristes, y quiero volver para descubrirlo, y la Plaza Einstein, y sus otros rincones que quedaron sin visitar,  que quedan por conocer.

Sí, lo que siento por ella,  es el enamoramiento más loco que hay, así se enamora de una persona, y yo me enamoré de la ciudad. Tengo sed, tengo hambre por saber más de ella, por saber cada detalle, cada historia, cada chisme, porque quiero hacerla mía sin darme cuenta de que ya lo es.

Me considero afortunada. Entre todas las ciudades españolas, mi camino me llevó a Granada, y no hubo ni un minuto en que me arrepintiera de eso, jamás me arrepentí y jamás lo haré. Rezo a Dios que me deje volver allí, rezo que la guarde igual de bella y próspera;  y que a todas las perlas que conocía allí: David, Carmen, Virginia, Lorien y Julen, Santi, Jesús, Sergio, María Victoria y Juan Pinilla, Marta, Clara Marina y Laura; les vaya bien todo, todo en absoluto.

Una vez me puse a llorar porque no hubo nadie para decirme por qué en las procesiones de la Semana Santa las mujeres llevan las mantillas negras y en la otra procesión de una fiesta religiosa de verano, creo, las llevan blancas, y me desesperé porque nadie me lo podía decir, y quise saberlo ya que tenía que ver con ella, con Granada.

Pero son emociones, nada más. Me tiene muy enamorada y emocionada. Le doy las gracias, por ella rezo, por ella y por sus joyas, por su luz,  por su majestuosa belleza y sus más preciados diamantes, los granaínos.


Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada (Francisco de Icaza).